Tokio


Los oficinistas trabajan

en prístinas cuadrillas,

manadas impolutas,

desfilando por las calles apiladas

en niveles superpuestos,

como hormigas sobre

la catarsis de nata de una tarta.

O sobre el arrepentimiento y la culpa

final del entomólogo.

Trabajan afanosos para justificar

el placer, agrio como semen seco,

que elevó la implacable sátira de los edificios

y los anuncios farmacéuticos,

a las formas parasitarias más altas.

Los solitarios se consuelan en sueños,

dominan Tokio, y se apoderan

de cada barrio, canal o represa.

Aunque de noche

nadie duerme en Tokio.

Hay catedrales en sus profundidades oscuras y remotas,

en abismos bajo tierra, repletos de gente sonriendo,

horribles cuevas sin romances en la noche.

Aunque de noche

nadie duerme en Tokio,

en la noche calurosa

alumbrada por la radiación.

Bajo la radiación,

Tokio se atiborró de luz que

tatuó todo su cuerpo.

Se ahogó con la resaca del oxígeno

durante un incendio fosforescente.

Fue golpeado por la ola de sangre

que bombeó el corazón

apuñalado de Godzilla.

Tokio surgió como un recién nacido,

para destruir a la vieja madre,

rompiendo la placenta negra del cemento.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *