El espejo de la máquina: el sujeto bajo la captura computacional

“Para mí, la única ciencia verdadera, seria, a seguir, es la ciencia ficción. La otra, la oficial, que levanta sus altares en los laboratorios, avanza a ciegas, sin meta. Y comienza a tener miedo hasta de su propia sombra.”

— Lacan, en la entrevista de Panorama, 1974.

En la estructura misma de lo humano habita un deseo de reconocerse. Freud retoma de la Poética de Aristóteles la idea de anagnórisis, el momento dramático del reconocimiento que devuelve sentido a lo perdido o desfigurado. Reconocer es también reencontrar, cerrar la incertidumbre y restaurar una forma de coherencia. Esta lógica se vuelve aún más acentuada en el psicoanálisis: lo que se desea no es simplemente el conocimiento, sino una forma de certeza sobre sí. El reconocimiento es un intento de sutura, es un goce en la ilusión de unidad (Miller, 2009).

Dibujo de la película Other Faces, 2011. William Kentridge

Este intento de reconocimiento no se limita a lo individual. Encontramos huellas de esta búsqueda en los discursos dominantes con los que la humanidad ha tratado de comprenderse a sí misma. En momentos históricos más recientes, el modelo técnico preponderante ha servido como metáfora para imaginar qué es el ser humano. Así, en el siglo XVII, el cuerpo humano fue concebido como una máquina biológica, un autómata regulado por engranajes, tal como lo propuso Descartes al pensar el cuerpo como una sustancia extensa mecánica, separada del alma racional.

Más tarde, con el auge de las máquinas de vapor, las emociones comenzaron a pensarse como presiones internas, siguiendo una lógica de acumulación y descarga. Esta imagen mecánica del psiquismo influyó profundamente a Freud, quien en sus primeros escritos desarrolla una teoría “económica” de la libido como energía que busca ser descargada. El aparato psíquico, en este marco, funciona como una caldera en tensión, susceptible de liberar presión a través de mecanismos como la catarsis o el sueño (Freud, 1895/1979).

Posteriormente, tecnologías como el teléfono o la radio ofrecieron nuevas metáforas para pensar la mente humana. Tanto Freud como Lacan utilizaron estas imágenes para conceptualizar el inconsciente como un mensaje codificado que debe ser interpretado (Freud, 1915/1981; Lacan, 1953/2003).

Ahora es el tiempo de la inteligencia artificial. La ciencia cognitiva, o psicología cognitiva, conceptualiza al ser humano a través de la metáfora de los ordenadores, de los procesadores de información. Sin embargo, esta vez la metáfora es muy distinta a las anteriores. El gran giro comenzó con la idea de la máquina de Turing, una máquina que supuestamente “piensa”. Desde ese momento (aunque se tratara en principio de un experimento mental), la metáfora deja de ser una imagen estática y externa que el ser humano utiliza para pensarse a sí mismo. La idea de la máquina de Turing comienza a simular, de forma operativa, una cualidad que hasta entonces había sido considerada exclusivamente humana: el pensamiento (Turing, 1950).

Al principio, en la propuesta original de Turing (1950), la capacidad de la máquina para “pensar” se mide en función de su comparación con el pensamiento humano. El famoso “juego de imitación” no busca definir lo que es el pensamiento, sino determinar si una máquina puede actuar de forma indistinguible de un ser humano.

Esta reformulación, sin embargo, abre el camino a una lógica funcionalista: pensar se convierte en una cuestión de “performance”, no de esencia. Si una operación produce los mismos resultados que el pensamiento humano, se la puede tratar como tal. A partir de esta premisa, el enfoque funcionalista se consolida: lo mental se define por lo que hace, no por lo que es. Tras la realización concreta de la máquina de Turing, esta lógica se profundiza y extiende. Filósofos y científicos cognitivos como Pinker (1997), Fodor (1975) y Dennett (1991), ya no se preguntan si las máquinas pueden pensar como humanos. En cambio, se preguntan qué puede enseñarnos el funcionamiento de las máquinas sobre la naturaleza misma del pensamiento humano. Así, la pregunta original de Turing se invierte: del intento de hacer pasar una máquina por humano, pasamos a concebir al humano desde el modelo de la máquina.

En base a lo anterior, podría argumentarse que, la máquina pensante ya no opera como una metáfora pasiva, sino como un reflejo activo en el espejo. Al intentar construir una máquina que piense como un humano, el humano busca reconocerse en ella. Y, en ese intento, invierte en la máquina una imagen idealizada de sí mismo. La máquina se convierte en una superficie especular: no solo refleja una función humana, sino que ofrece al sujeto una ilusión de completud, similar a la que se produce en el estadio del espejo.

Lacan sitúa el deseo de reconocerse en el estadio del espejo, donde el infant se identifica con una imagen de sí mismo que aparece como total, coordinada y coherente. Pero esa imagen no es un reflejo fiel: es una ficción imaginaria que oculta lo pulsional, lo que no se integra al Yo. El Yo surge como efecto de esa imagen, pero también queda alienado en ella. A pesar de que en ese momento Lacan aún no formaliza el concepto de lo Real como uno de los tres registros, ya puede entreverse su lógica: lo Real es aquello que escapa a toda captura simbólica o imaginaria, lo que persiste como una falla en el reconocimiento (Lacan, 1949/1989).

Desde esta perspectiva, la máquina cibernética introduce una respuesta atractiva ante ese fallo en el reconocimiento: intenta capturar y traducir, mediante operaciones puramente simbólicas, aquello mismo que escapa a toda simbolización. En este contexto, la cibernética designa la capacidad de vincular acción e información a través de una lógica de signos formales. Los “1” y “0” no son sólo signos: se inscriben en una base material que da soporte al funcionamiento del sistema. Aunque no se trate del cuerpo en sentido humano, es un dispositivo maquínico que sostiene simbólicamente la ilusión de totalidad. Es una ilusión de capturar algo muy humano: el pensamiento. Es esta materialidad simbólica la que brinda al sujeto moderno —y en particular a las ciencias cognitivas— el sostén imaginario de una nueva forma de reconocimiento.

Esta lógica se radicaliza con la irrupción de la neurociencia. Inspirada desde sus orígenes en los modelos cibernéticos. La neurociencia cognitiva adopta el modelo de la activación y desactivación sináptica como forma de explicar la cognición. Al igual que en la máquina binaria, el cerebro opera aquí como un sistema de conexiones que se encienden o apagan, como interruptores. Esta visión no solo traduce el funcionamiento neuronal a una lógica simbólica —la del “1” y el “0”—, sino que sitúa esta lógica dentro del cuerpo, invistiendo al cerebro de una función estructurante: la de sostén imaginario del sujeto.

En este sentido, la mente se conceptualiza como un software que opera sobre el hardware cerebral. Las representaciones mentales —una noción clave en la psicología cognitiva— funcionan como signos manipulables, operables, intercambiables. El pensamiento se reduce a un proceso de procesamiento de información, siguiendo una lógica computacional internalizada. Aquí predomina una lógica funcionalista: lo que es mente se entiende por cómo opera. Solo si el sistema funciona, entonces se considera que “explica” el pensamiento.

Aunque la neurociencia cognitiva introduce una dimensión empírica al estudiar los sustratos neuronales, comparte con el funcionalismo la misma lógica: privilegia las funciones sobre las esencias. El foco no está en qué es el pensamiento, sino en cómo se activa, se transmite o se inhibe. En las redes neuronales artificiales, el pensamiento se mide por la eficacia del comportamiento simulado; en la neurociencia, por la activación o inhibición sináptica observada. En ambos casos, la cognición se reduce a una serie de complejas correlaciones entre estímulo y respuesta, a una cadena de operaciones que pueden ser mapeadas, intervenidas, optimizadas. Esta lógica de “lo que va” extiende la analogía maquínica al propio cuerpo: ya no se trata de simular al humano desde fuera, sino de encontrar en el cerebro mismo la máquina que lo explica (Castanet, 2023).

Lo que la ciencia cognitiva clásica y la neurociencia cognitiva tienen en común es una promesa estructural: la posibilidad de una sintaxis capaz de operar por sí sola. En los modelos simbólicos, esta sintaxis se manifiesta como un conjunto de reglas lógicas que manipulan signos sin necesidad de apelar a su contenido; en las redes neuronales, como flujos de activación que circulan entre nodos según algoritmos de aprendizaje. Se trata de una estructura formal que “funciona”, y cuya operatividad bastaría para explicar el pensamiento. Es una apuesta por una máquina que va en plena autonomía. como decía Lacan (1955–1956/2003): “La novedad está en que se les permitió volar con sus propias alas. Y esto gracias a un aparato simple, común, al alcance de vuestras muñecas, un aparato donde basta con hacer girar el picaporte: una puerta.” Basta que funcione, que abra, que se mueva, para que se asuma que hay sentido. El pensamiento, entonces, queda reducido a un efecto secundario de una lógica operativa.

Lacan subraya que un individuo no equivale a un sujeto. Para el psicoanálisis lacaniano, el sujeto no es un ser pensante racional; por el contrario, el sujeto se revela allí donde algo “no va”, donde hay un tropiezo, un desajuste, una fisura (Lacan, 1974). En otros términos, el sujeto no se constituye por una cadena de significados que operan con fluidez, sino por el punto de quiebre en esa cadena: el momento en que un significante llama a otro, y, sin embargo, nunca hay un último que cierre el sentido (Lacan, Seminario 11). El sujeto emerge como efecto de esa cadena significante, pero también como su falla estructural. Como Lacan señala en el Seminario 20 (1972–73), el goce del cuerpo habla desde el lugar donde no hay representación, allí donde “el significante falla en representar al sujeto en el campo del Otro”: ese es el lugar de lo Real. Por eso, donde la máquina puede “ir”, el sujeto se produce justo donde “no va”.

En otras palabras, el sujeto no puede ser un sistema meramente sintáctico; al contrario, el sujeto es un efecto semántico. Lacan afirma que “hay algo que no se puede eliminar de la función simbólica del discurso humano: el papel que en ella desempeña lo imaginario” (Lacan, 1955–1956/2003). Se puede inferir que, el efecto imaginario que no puede eliminarse del sujeto es precisamente el efecto semántico. El sistema cibernético opera a través de señales binarias —el 1 y el 0—, y la red neuronal lo hace mediante signos orgánicos: la activación o inhibición de las sinapsis. El lenguaje humano que constituye al sujeto, en cambio, no opera simplemente con señales, sino con significantes (Lacan, 1955–1956/2003). Los significantes están cargados de sentido y remiten a algo del orden de lo Imaginario. Se podría decir que, justamente por su vínculo con lo Imaginario, el cuerpo está afectado por el lenguaje. Dicho de otra manera, no hay un cuerpo sin relato (Díaz, 2002, en Aforismos Lacanianos).

La máquina sintáctica carece de cuerpo, carece de relato, carece de semántica. ¿Cómo se podrían imitar el olvido, la represión, la repetición, la satisfacción, el deseo o la pulsión? La lógica del funcionalismo fracasa justamente allí donde la disfunción no es un error del sistema, sino lo que hace posible la aparición del sujeto. El sujeto se revela en una dimensión que excede lo operable, lo eficaz, lo que encaja en un sistema. Hay errores que se repiten, deseos que no se satisfacen, actos que no se justifican por su utilidad. Este exceso no se deja atrapar ni por el código binario ni por la sinapsis activa: señala el punto en que la máquina ya no refleja, sino que deja de responder.

Más allá de la crítica psicoanalítica sobre la noción de sujeto, también desde el propio campo de las ciencias cognitivas surgieron cuestionamientos a la lógica funcionalista. Uno de los más influyentes es el experimento mental del “Cuarto chino” de John Searle (1980). En su experimento, se imagina a una persona que no maneja la lengua china, y que está encerrada en una habitación. Desde afuera, se le pasan frases escritas en chino (por ejemplo, preguntas). Dentro del cuarto, esta persona tiene un manual con reglas precisas —escritas en un idioma que sí entiende— que le indican exactamente qué símbolos chinos debe devolver como respuesta, según los símbolos que ha recibido. Es decir, no comprende nada de lo que está escribiendo, pero sí puede manipular los signos de manera adecuada, siguiendo instrucciones como si fuera un programa de computadora. Desde fuera, quienes reciben sus respuestas en chino podrían creer que quien responde entiende el idioma. Pero en realidad, dentro del cuarto no hay comprensión, sólo manipulación de símbolos según una sintaxis formal. Este experimento refuta el funcionalismo porque este sostiene que entender o pensar es simplemente funcionar: si un sistema produce las respuestas correctas, entonces “piensa”. Pero Searle demuestra que es posible tener el funcionamiento correcto sin ninguna comprensión real. La sintaxis (las reglas formales de manipulación de signos) no equivale a la semántica (el sentido, la comprensión).

Si bien la visión funcionalista sigue teniendo una fuerte presencia en las ciencias cognitivas —como se observa en autores como Dennett y Pinker, quienes sostienen el modelo computacional de la mente—, otros filósofos, como Jerry Fodor, reconocieron con el tiempo las limitaciones de una explicación puramente sintáctica de la cognición. En The Modularity of Mind (1983), Fodor propuso una versión de funcionalismo modular. Sostuvo que la mente está compuesta por módulos especializados y específicos por dominio (como el lenguaje, la percepción, etc.), que operan como “mini-computadoras”: rápidos, automáticos y encapsulados informacionalmente. Aunque esto sigue siendo una forma de funcionalismo, Fodor introdujo una distinción importante. Argumentó que no toda la cognición es modular: existe un “procesador central” encargado del razonamiento, la formación de creencias y el pensamiento voluntario. Reconoció que este sistema central no puede explicarse con un modelo computacional, lo que introduce una zona de ambigüedad dentro del mismo marco funcionalista.

Aparte de Fodor, existen perspectivas aún más radicales dentro de las ciencias cognitivas que cuestionan el modelo computacional desde sus fundamentos, como la Cognición Corporizada (Embodied Cognition) y la Cognición Situada (Situated Cognition). La Cognición Corporizada sostiene que los procesos cognitivos están profundamente enraizados en las interacciones del cuerpo con el mundo. Proponen una comprensión de la cognición que unifica mente y cuerpo. De manera similar, la Cognición Situada defiende que el pensamiento no ocurre únicamente “en la cabeza”, sino que está moldeado por el entorno y el contexto social en el que se desarrolla. Estas teorías contemporáneas de la ciencia cognitiva exceden el alcance de este ensayo. Sin embargo, es importante señalar que, incluso dentro de la propia disciplina, se reconocen cada vez más los límites de concebir la mente humana y la subjetividad como simples sistemas de procesamiento de información y, de reducir la cognición a una operación puramente sintáctica.

A pesar del reconocimiento creciente de la complejidad de la cognición humana y de los límites de una mente puramente sintáctica, la idea de concebir al ser humano como una máquina pensante —como una “computación neuronal”— sigue siendo ampliamente dominante. Esta perspectiva persiste no solo en el discurso cotidiano, sino también en ámbitos científicos como la psicología clínica orientada por el conductismo cognitivo y el DSM, donde el sujeto tiende a ser reducido a un sistema de funcionamiento cerebral que puede ser evaluado, clasificado y corregido.

Aparte de la evidente relación entre el discurso neoliberal y la lógica de funcionamiento, puede argumentarse que esta insistencia en seguir viendo al ser humano como una máquina pensante tiene que ver con lo que se discutió al principio de este ensayo: el deseo de reconocerse en completud. El deseo de capturar lo Real de lo más humano mediante algo entendible: la computación. Como sugiere Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje (1964), el deseo precede al saber: no conocemos para saber, sino porque deseamos. El pensamiento humano se organiza alrededor de ese deseo de capturar, domesticar y traducir lo que escapa, lo que no se deja decir del todo. Lacan, en el Seminario 2 (1955-56), en la clase “Psicoanálisis y cibernética, la naturaleza del lenguaje”, critica justamente esta pretensión: incluso el discurso científico está atravesado por lo Simbólico y lo Imaginario, y lo Real resiste siempre a ser completamente capturado. Señala, además, cómo las ciencias exactas han construido su metodología a partir de la separación radical entre el sujeto que observa y la naturaleza que es observada. Para poder alcanzar un “saber objetivo”, el observador se aísla artificialmente del mundo, como si su mirada no afectara lo observado. Lacan retoma esta idea —que ya había sido formulada por Lévi-Strauss— al considerar que, en tiempos arcaicos, el ser humano participaba activamente en la naturaleza a través de rituales y prácticas simbólicas, convencido de que su acción tenía efectos reales en el mundo. La lógica moderna de la objetividad, en cambio, borra esta implicación y elimina el deseo de la escena, como si pudiera conocer sin estar implicado.

Sin embargo, el deseo está en la escena, aunque no sea visible; y tiene consecuencias importantes. En lo que sigue, se examinará cómo el intento de capturar lo Real mediante la identificación con el reflejo funcional/computacional (la imagen de sí mismo como una máquina sintáctica), produce efectos específicos sobre la subjetividad.

La lógica del funcionalismo tiene mucho que ver con la crítica de Agamben sobre la separación moderna entre el ser y el hacer (2007). A través de la identificación del ser humano con la computación, lo humano se define por su operatividad: el sujeto queda reducido a funciones, outputs y comportamientos observables. Como consecuencia, el sujeto se encuentra cada vez más alienado por su potencial de no funcionar, de detenerse. En otras palabras, se aleja progresivamente de aquello que “no va”, de su falla constitutiva. No obstante, como se discutió anteriormente en este ensayo, el sujeto se constituye precisamente allí donde algo no funciona, en su falta. En este sentido, el concepto de inoperatividad de Agamben resulta especialmente pertinente. Frente a la captura operativa del sujeto, Agamben propone la inoperosidad: una potencia de suspender toda función impuesta, de abrir el cuerpo y el ser a otras posibilidades. El humano no es simplemente el viviente que cumple una tarea, sino aquel que puede desactivarla. Al igual que en Lacan, el sujeto no se constituye en la lógica del “funcionar”, sino en el punto mismo en que esa lógica se interrumpe (Lacan, 1974).

En este escenario, el sujeto se ve alienado de aquello que lo constituye como tal: su falta, su relato, su dimensión semántica. Al identificarse con una lógica funcional que privilegia el hacer sobre el ser, lo humano se desvincula de su incompletud estructural, del no-saber que lo atraviesa, de su inscripción en el lenguaje como lugar de sentido y no solo de información. Lo que emerge no es ya un sujeto del deseo, sino una figura operativa, medible, predecible.

Esta lógica del “funcionar” se manifiesta con particular claridad en la psicología clínica contemporánea, donde el bienestar del sujeto suele evaluarse en función de su operatividad: ¿duerme bien?, ¿come bien?, ¿trabaja?, ¿puede seguir adelante? Las preguntas que se formulan, y más aún las respuestas que se ofrecen, están profundamente ancladas en esta lógica funcional. “Cinco trucos para sentirte mejor”, “Ponle nombre a tu ansiedad”, técnicas para eliminar el síntoma: todo está orientado a reparar lo que “no va” y devolver al sujeto a su funcionamiento esperado. Su meta última es reenchufar al individuo a una maquinaria más grande que él: la sociedad entendida como un conjunto de máquinas individuales que deben producir, responder y continuar. Así, se neutraliza el valor subversivo del síntoma, su posibilidad de decir algo sobre el sujeto, sobre su falta, sobre lo que no encaja. Se niega, en definitiva, que allí donde algo no funciona podría haber una verdad del sujeto.

La psicología clínica actual y su ideología de salud mental no son simplemente una consecuencia de concebir al ser humano como una computación: funcionan como un dispositivo, en el sentido agambeniano, que reproduce e intensifica dicha concepción. Constituyen una forma de subjetivación que, paradójicamente, des-subjetiva al cuantificar al sujeto (Agamben, 2007). El ser humano operativizado es un “sujeto” reducido a unos y ceros, una cifra, como lo plantea Jacques-Alain Miller en La era del hombre sin atributos (2006). El hombre sin atributos es un hombre sin relato. Es un conjunto de signos sin significación, un organismo meramente sintáctico. “El hombre sin cualidades”, dice Miller, “es aquel cuyo destino es el de no tener más cualidad que la de estar marcado por el 1 y, a este título, poder entrar en la cantidad”.

Convertido en hombre sin cualidades, el sujeto es interpelado como dueño absoluto de sí mismo. Al reducirse a una cifra, la figura contemporánea del individuo promete una autonomía total: un poder ilimitado sobre su cuerpo, su pulsión, sus emociones, su rendimiento (Miller, 2006). Un supuesto saber cuantificado domina el goce del sujeto. Tal como el cuerpo del infans fragmentado por las pulsiones busca unidad en el espejo, el sujeto contemporáneo busca su completud al reducirse a una cifra, a un algoritmo, a una computación. Por eso, sobreinvierte en su reflejo funcional e intenta encajar en él al costo de la borradura de su subjetividad. Esta promesa se refleja claramente en la demanda de los pacientes en la clínica actual: se piden “herramientas” para dominarse a sí mismos, para reconfigurar su “algoritmo mental”, para afirmarse, para adaptarse.

Sin embargo, tal como ocurre en el estadio del espejo: la pulsión y lo Real escapan a toda captura simbólica e imaginaria. Siempre hay un resto, y la conceptualización del ser humano como una máquina sintáctica no puede dar cuenta de ese resto. Cuanto más se niega la dimensión de lo Real, con más fuerza retorna: el resto invade la vida y se vuelve insoportable (como se cita en Miller, 2006). A pesar de la gran inversión en tratamientos psicológicos técnicos orientados a “corregir” esta supuesta máquina humana, el malestar persiste con intensidad tanto a nivel individual como social. Lejos de la promesa de un individuo de relojería y su perfecta armonía con otros, vivimos en un contexto volátil e impredecible: sobrevivimos en una economía global que avanza de crisis en crisis, presenciamos guerra tras guerra, vemos surgir ideologías políticas extremas en todo el mundo y, sobretodo, nos dirigimos a toda velocidad hacia el final del mundo a través de la suicida ecológica. A lo largo de este ensayo se argumentó que ignorar el resto buscando la esencia del ser humano en una máquina sintáctica (o en el cerebro) puede resultar seductor, pero tiene un costo altísimo. Aquello que se intenta capturar desde una lógica simbólico-imaginaria retorna con más violencia. Por eso, hoy más que nunca, cobra mayor relevancia una concepción del ser humano que se relacione con el resto, con la inoperancia, con la disfunción que nos constituye. Lo que nos hace humanos no se encuentra en nuestros procesos mentales sintácticos, sino en nuestra imposibilidad de ser significados del todo, en la impotencia de toda semántica que intenta definirnos, en la falta fundamental que nos constituye como sujetos. En esta línea, se sostiene que el malestar del sujeto no puede abordarse con intervenciones técnicas, sino con una orientación hacia lo Real, hacia el resto, a través del trabajo con la palabra y su imposibilidad, a través de la poesía de la clínica psicoanalítica. Frente al avance de las técnicas que buscan optimizar, predecir y controlar, se necesita el arte del uno por uno. Frente al cálculo que intenta borrar al sujeto, hay que afirmar la riqueza irreductible del ser humano: aquello que no funciona, que no encaja, que resiste a toda captura.


Referencias

Agamben, G. (2007). ¿Qué es un dispositivo? Madrid: Adriana Hidalgo Editora.

Castanet, H. (2023). El hombre neuronal (Capítulo: Revisión del hombre neuronal). Buenos Aires: Grama Ediciones.

Dennett, D. C. (1991). Consciousness Explained. Boston: Little, Brown and Company.

Díaz, A. (2022). El Otro es el cuerpo. En C. Gonzales (Ed.), Aforismos lacanianos. Buenos Aires: Ned Ediciones.

Fodor, J. A. (1975). The Language of Thought. Cambridge, MA: Harvard University Press.

Fodor, J. A. (1983). The Modularity of Mind: An Essay on Faculty Psychology. Cambridge, MA: MIT Press.

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Lacan, J. (1974). Entrevista en la revista Panorama. https://elpsicoanalisis.elp.org.es/ numero-27/entrevista-a-jacques-lacan-en-la-revista-panorama-1974/

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Miller, J.-A. (2009). Fuga del sentido. (Capítulo:17) Buenos Aires: Paidós. Pinker, S. (1997). How the Mind Works. New York: W. W. Norton & Company.

Searle, J. R. (1980). Minds, brains, and programs. Behavioral and Brain Sciences, 3(3), 417–457. https://doi.org/10.1017/S0140525X00005756

Turing, A. M. (1950). Computing machinery and intelligence. Mind, 59(236), 433–460. https://doi.org/10.1093/mind/LIX.236.433

Una respuesta a «El espejo de la máquina: el sujeto bajo la captura computacional»

  1. babanız gönderdi.bir kez okudum.Sanırım yapay zekanın da çalışma prensipleri kısmen benzeşiyor .
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