En la actualidad, predomina una tendencia a la nominación constante de los fenómenos. Aquello que carece de nombre resulta inquietante, escapa a los marcos establecidos y se presenta como un exceso difícil de contener. En el campo de la salud mental, esa necesidad de nombrar se traduce en diagnósticos que prometen ordenar el sufrimiento, delimitarlo, hacerlo legible. El diagnóstico aparece así como una herramienta técnica, necesaria, incluso tranquilizadora: permite pensar tratamientos, acceder a dispositivos, habilitar una cierta intervención. Y, sin embargo, cuanto más se afianza su uso, más urgente parece interrogarlo.
¿Qué se nombra realmente cuando se diagnostica a alguien? ¿Qué se fija, qué se calla, qué se pone en juego? ¿Desde qué paradigma se sostiene esa práctica y qué consecuencias produce sobre el sujeto que la recibe? En este ensayo me interesa detenerme en ese gesto aparentemente simple de nombrar un modo de padecer. Preguntar por sus bordes, sus usos, sus efectos. Y, sobre todo, pensar cómo el psicoanálisis —en tensión con los modelos clasificatorios dominantes— propone una ética y una lógica diferentes, donde el diagnóstico no borra al sujeto, sino que lo incluye.
No se trata, entonces, de rechazar el diagnóstico en sí, sino de interrogar su modo de uso, su sentido, su posición en la clínica. Porque el diagnóstico no es neutro: implica una forma de escuchar, de leer y de habitar el malestar. El diagnóstico tiene su historia, y esa historia dice mucho sobre cómo pensamos los fenómenos que denomina.

El borde impreciso del diagnóstico
Es difícil saber dónde empieza exactamente un diagnóstico. A veces aparece como una palabra que llega desde afuera, desde el saber médico o institucional: “trastorno”, “síndrome”, “criterios clínicos”. Otras veces viene del propio sujeto, que empieza a nombrarse a través de una etiqueta, como si eso ofreciera una cierta calma, una especie de pertenencia. Pero diagnosticar no es simplemente aplicar una categoría a un conjunto de síntomas. Diagnosticar es producir una lectura —una interpretación— del modo en que alguien sufre. Y en ese acto, aparentemente técnico, también se juega una ética. El riesgo de este enfoque, tan extendido en la práctica actual, es sustituir al sujeto por el protocolo, al decir por la estadística, al síntoma por el signo.
Como plantean Álvarez, Esteban y Sauvagnat (2004), el desarrollo de estas concepciones tiene una historia que va marcando la pauta misma de los fenómenos a estudiar, y que ocupa un lugar social, político y contextual, tanto en su aparición como en sus consecuencias prácticas.
Desde la Antigüedad hasta la psiquiatría moderna, el acto de nombrar la enfermedad psíquica ha oscilado entre la medicina, la filosofía y la moral. Se ha leído como posesión, como desequilibrio de los humores, como degeneración hereditaria, como desviación de la norma o como disfunción neuroquímica (Canguilhem, 1991; Foucault, 1961). Y, sin embargo, algo siempre se escapa: el sufrimiento no encaja del todo, el síntoma excede. Diagnosticar, entonces, no puede ser solo una operación clasificatoria: es, inevitablemente, una forma de posicionarse frente a la interrogante del malestar.
Una historia clínica del diagnóstico
Los diagnósticos tienen genealogía. Su forma actual, codificada en manuales como el DSM o el CIE, es heredera de una tradición clasificatoria que se consolida en el siglo XIX con Kraepelin, quien dedicó toda su vida a diferenciar y clasificar las enfermedades mentales (Álvarez, Esteban y Sauvagnat, 2004). En los modelos clasificatorios contemporáneos, el diagnóstico busca capturar una enfermedad a través de la observación, el curso evolutivo y la recurrencia de síntomas. Se organiza la clínica bajo una lógica médica que privilegia la regularidad, la repetición, lo cuantificable.
Michel Foucault (2003) ya advertía en El nacimiento de la clínica que la medicina moderna nace cuando el cuerpo del enfermo se convierte en “campo de visibilidad”, cuando el saber médico se independiza de la palabra del paciente para concentrarse en lo observable, en lo verificable. “La medicina clínica está hecha para una mirada que se ha convertido en saber” (p. 153), escribe Foucault (2003). Se podría pensar que este desplazamiento instala una forma de poder: un saber que ya no necesita del discurso del otro, sino que impone su lectura como verdad objetiva. Y si nos detenemos en este punto, cabría poner énfasis en el peligro de que el sujeto no encuentre en las categorías un correlato a lo que dice sobre su propio malestar.
A partir de esa matriz, la psiquiatría adopta un enfoque que tiende a homogeneizar el malestar: síntomas, síndromes, escalas. En ese movimiento, el sujeto se vuelve cifra. Es lo que Jacques-Alain Miller (2006) señala en relación a cómo la contemporaneidad empuja a reducir al sujeto a una unidad contable: “el hombre sin cualidades es aquel cuyo destino es el de no tener más cualidad que la de estar marcado por el 1 y, a este título, poder entrar en la cantidad” (p. 2). Esa lógica no solo organiza la epidemiología en salud mental o los cuestionarios estandarizados, sino que produce una nueva forma de subjetivación: el sujeto como dato, como promedio, como excepción respecto de una norma estadística. La individualidad se disuelve en los gráficos; la escucha clínica es sustituida por el registro. Lo preocupante —como advierte Miller— es que esta forma de inscripción “no tiene exterior” (2006, p. 2): no hay afuera posible de la lista, de la casilla marcada, de la categoría asignada.
Y, sin embargo, algo siempre se escapa. Porque el sufrimiento no se agota en la clasificación. Hay síntomas que no entran, historias que desbordan, modos de decir que no pueden traducirse al lenguaje técnico sin perder su espesor. En ese sentido, el diagnóstico no puede ser entendido como una simple herramienta mecánica, ya que su acto de nombrar y dar un lugar en lo social pasa a ser un acto político.
El diagnóstico como lectura del decir
Justamente ante el problema de la clasificación, el psicoanálisis propone otra lógica. En lugar de pensar el diagnóstico como una categoría que encierra, lo entiende como una orientación que permite leer. Freud (1917) ya diferenciaba en sus presentaciones clínicas distintas formas de clasificación —fobias, neurosis, psicosis y perversiones— que operarían según mecanismos inconscientes, y no por la apariencia de los síntomas. Para Freud, las presentaciones clínicas de los enfermos no son meras agrupaciones sintomáticas, sino formas en las que el aparato psíquico responde a las tensiones pulsionales y libidinales en constante conflicto. No se trata de una clasificación externa, sino de una construcción lógica que ayuda a orientar la transferencia y el tratamiento.
Lacan (2008) retoma la línea freudiana, proponiendo que la estructura responde a la posición del sujeto frente a la falta, al deseo y al Otro, y el poder identificar esto nos permitirá orientar los modos singulares de cada sujeto frente a tales posiciones. Bajo dicha perspectiva, diagnosticar no estaría del lado de fijar, sino de abrir. Álvarez (2004) lo expresa con precisión: “La estructura clínica no es un diagnóstico médico, sino una hipótesis sobre el modo en que un sujeto se organiza frente a la falta” (Álvarez, Esteban y Sauvagnat, 2004, p. 57). El diagnóstico, entonces, no busca capturar una esencia patológica, sino orientar la escucha. En esa línea se ponen en juego otros elementos, como lo son la transferencia y la singularidad de cada sujeto. Esto dista de los protocolos y la verdad objetivable en la que se sostienen los manuales y clasificaciones.
Desde el psicoanálisis, el diagnóstico, pensado como una estructura clínica, no es una etiqueta, sino una brújula. En lugar de encasillar, permite pensar los mecanismos bajo los cuales podemos orientar la escucha del malestar singular de cada paciente. A diferencia de los sistemas normativos, aquí se trata de localizar un modo de goce, una lógica de respuesta frente a lo real, en términos de Lacan (2006). La orientación estructural da marco al trabajo clínico sin sustituir la singularidad del decir. Esta diferencia no es sólo técnica: es profundamente ética. Porque implica no cerrar la pregunta por el síntoma, sino sostenerla. Implica también alojar lo que no encaja, lo que resiste a la clasificación. Diagnosticar, desde el psicoanálisis, no es ordenar lo desordenado, sino leer lo que en ese desorden se dice. Leer el síntoma como una verdad, no como un error.
Freud ya lo había formulado con claridad: el síntoma es una formación del inconsciente. No se opone a la verdad del sujeto, sino que la expresa —aunque de forma cifrada, enigmática, paradójica—. El síntoma, en esa perspectiva, no es lo que hay que borrar, sino lo que conviene leer. Lacan (2006) lo abordará como una formación del inconsciente que puede ser descifrada en análisis, siguiendo los planteamientos de Freud. Y luego incorporará la noción de sinthome como un modo de anudamiento singular del sujeto a su goce (Lacan, 2006). Es decir, acá el síntoma tiene otro estatuto que nos orienta en la clínica. Esta formulación desplaza profundamente la concepción médica del síntoma como anomalía o alteración funcional. Aquí no se trata de signos visibles de una enfermedad interior, sino de un mensaje condensado que porta una verdad subjetiva, aunque no siempre decible. El síntoma no dice “esto está mal”, sino “aquí hay algo que no se puede decir de otro modo”.
Nombrar un síntoma, entonces, no es anularlo, sino abrir la posibilidad de que sea escuchado como mensaje, como construcción subjetiva, como invención frente a la falta. Desde esta perspectiva, el síntoma no se cura, se interpreta; no se normaliza, se dignifica. No se elimina como un error, sino que se reconoce como un intento singular —aunque a veces doloroso— de anudarse a la vida.
Ahora bien, la concepción psicoanalítica, hasta aquí expuesta, entra en tensión directa con el modo en que los sistemas de clasificación actuales —como el DSM o el CIE— entienden el síntoma. En esos marcos, el síntoma se define por su recurrencia estadística, por su valor funcional, por su distancia respecto de una norma ideal. Es decir, el síntoma se reduce a signo clínico, a evidencia observable que permite asignar un diagnóstico con base en criterios estandarizados. Esta operación transforma el síntoma en unidad contable, en marcador cuantificable, en ítem de un inventario psicopatológico. En ese desplazamiento, desaparece su estatuto subjetivo y singular, su dimensión de mensaje. Lo que antes hablaba del sujeto, ahora simplemente lo categoriza.
El psicoanálisis, en cambio, se detiene ahí donde la clasificación quiere avanzar; escucha donde otros registran, pregunta donde otros enumeran. No es que se niegue la existencia del síntoma como fenómeno, sino que se lo reinscribe en una lógica donde importa no solo qué aparece, sino desde dónde y para qué aparece en ese sujeto, en ese momento, en esa historia.
Esta tensión y diferencia en los modos de abordar el diagnóstico y el síntoma suele hacerse evidente en la manera en que algunos pacientes llegan a la consulta. A veces, vienen desplazados de instituciones donde su malestar, ya clasificado, ha sido considerado “refractario” al tratamiento. Otras veces, simplemente han agotado el número de sesiones previsto por protocolos estandarizados. Resulta paradójico que las categorías que pretendían dar un lugar al padecimiento acaben, en ciertos contextos, excluyendo a quienes no se ajustan a la norma. En otros casos, el diagnóstico ofrece un anudamiento provisorio: da palabras a lo informe, permite soportar la angustia. El trabajo clínico, entonces, consiste en acompañar ese proceso sin quedar fijado al significante que lo nombra.
Por todo lo anterior, se hace aún más relevante preguntarse si una escucha que no elimine los diagnósticos actuales puede permitir escuchar más allá, y cuáles son sus condiciones de posibilidad.
Conclusiones y preguntas
Diagnosticar, lo hemos visto, no es una práctica neutra ni meramente técnica. Es una operación simbólica que produce efectos, que inscribe al sujeto en una red de sentido, que organiza intervenciones posibles. En la clínica contemporánea, dominada por la lógica de la clasificación y la cuantificación, el diagnóstico tiende a imponerse como verdad objetiva, a veces incluso como identidad.
Frente a esa tendencia, el psicoanálisis propone una ética distinta. No niega el diagnóstico, pero lo desplaza: lo entiende como una hipótesis estructural que orienta la escucha, y no como una categoría que clausura. Reconoce en el síntoma no un error, sino una invención; no una anomalía, sino una respuesta singular al malestar. En lugar de intervenir para normalizar, se ofrece a alojar lo que del sufrimiento se dice, incluso cuando lo dicho es opaco, paradójico, o incómodo.
En esta orientación, resulta clave recuperar las preguntas que han guiado el presente trabajo: ¿qué lugar tiene el diagnóstico en la clínica actual? ¿Qué efectos tiene para el sujeto ser nombrado? ¿Cómo intervenir cuando el diagnóstico pacifica, pero también fija o inmoviliza? ¿Qué formas de hallazgo o de exclusión produce ese gesto de nombrar? ¿Qué hace el diagnóstico en el cuerpo del analista, en su escucha, en su acto?
Tal perspectiva no está exenta de tensiones. ¿Cómo sostener dicha ética psicoanalítica del no saber en instituciones que exigen respuestas rápidas y eficaces? ¿Qué lugar tiene el sujeto del inconsciente en un mundo donde el malestar se mide, se etiqueta y se medicaliza? ¿Cómo evitar que el psicoanálisis se convierta, también, en una nueva forma de clasificación sutil? ¿Y cómo conversar, sin ceder, con otros discursos clínicos o científicos?
Lejos de ofrecer soluciones definitivas, el psicoanálisis propone un lugar: el de la escucha radical, el de la lectura singular, el de la ética del deseo. Pero incluso este lugar que se ofrece puede resultar difícil de sostener. Ya que, por un lado, no siempre tiene espacio en los espacios de salud mental institucionales y, por otro, hay diferentes formas de llevar a la práctica su orientación por parte de los analistas, siendo también esta una dificultad a evaluar.
Sin embargo, me parece que vale la pena seguir insistiendo con estas preguntas, e ir un poco más allá como analistas, en tanto sigue habiendo síntomas que no encajan, sujetos que no se rinden a las listas, palabras que resisten ser codificadas. Ahí, precisamente, es donde el psicoanálisis encuentra su razón de ser.
Tal vez la tarea no sea defender el diagnóstico ni rechazarlo, sino sostener su ambigüedad, interrogar sus efectos, volverlo una herramienta de lectura y no de clausura. Porque el diagnóstico puede pacificar, pero también fijar; puede abrir una vía de trabajo, pero también detenerla. Puede ser un hallazgo —cuando nombra lo inédito— o una repetición —cuando congela lo vivido—. Como analista, me interesa cada vez volver a hacer esa pregunta: ¿para qué sirve este diagnóstico aquí, ahora, con este sujeto? ¿Qué hace posible, y qué impide? No se trata de llegar a grandes conclusiones, sino de hacer visible algo de lo que hace síntoma para mí en la práctica: esa tensión constante entre el deseo de comprender y la necesidad de no reducir. Ese borde donde el diagnóstico puede volverse encuentro, pero también exclusión. Ahí se juega una ética, una posición, una elección clínica.
Y, si el final de este ensayo abre nuevas preguntas, es porque el diagnóstico, como el síntoma, no se deja cerrar del todo. Queda la orientación: sostener una escucha que incluya, que no fije, que permita el decir. Que lea allí donde otros contabilizan. Que aloje allí donde otros descartan. Esa, quizás, sea una manera de seguir trabajando.
Referencias
Álvarez, J. M., Esteban, R., & Sauvagnat, F. (2004). Fundamentos de psicopatología psicoanalítica. Madrid: Editorial Síntesis.
Canguilhem, G. (1991). Lo normal y lo patológico. México: Siglo XXI Editores.
Foucault, M. (2003). El nacimiento de la clínica: una arqueología de la mirada médica (3.ª ed., A. C. Gutiérrez, Trad.). México: Siglo XXI Editores. (Original publicado en 1963)
Lacan, J. (2008). El seminario, Libro 3: Las psicosis (1955–1956) (T. J.-A. Miller, Ed.; T. D. Rega, Trad.). Buenos Aires: Paidós.
Lacan, J. (2006). El seminario, Libro 23: El sinthome (1975–1976). Buenos Aires:
Paidós.
Miller, J.-A. (2006). La era del hombre sin atributos [Conferencia pronunciada en Buenos
Aires, 11 de agosto de 2006]. Recuperado de: https://www.psicoanalisislacaniano.com

