En la actualidad, predomina una tendencia a la nominación constante de los fenómenos. Aquello que carece de nombre resulta inquietante, escapa a los marcos establecidos y se presenta como un exceso difícil de contener. En el campo de la salud mental, esa necesidad de nombrar se traduce en diagnósticos que prometen ordenar el sufrimiento, delimitarlo, hacerlo legible. El diagnóstico aparece así como una herramienta técnica, necesaria, incluso tranquilizadora: permite pensar tratamientos, acceder a dispositivos, habilitar una cierta intervención. Y, sin embargo, cuanto más se afianza su uso, más urgente parece interrogarlo.
¿Qué se nombra realmente cuando se diagnostica a alguien? ¿Qué se fija, qué se calla, qué se pone en juego? ¿Desde qué paradigma se sostiene esa práctica y qué consecuencias produce sobre el sujeto que la recibe? En este ensayo me interesa detenerme en ese gesto aparentemente simple de nombrar un modo de padecer. Preguntar por sus bordes, sus usos, sus efectos. Y, sobre todo, pensar cómo el psicoanálisis —en tensión con los modelos clasificatorios dominantes— propone una ética y una lógica diferentes, donde el diagnóstico no borra al sujeto, sino que lo incluye.
No se trata, entonces, de rechazar el diagnóstico en sí, sino de interrogar su modo de uso, su sentido, su posición en la clínica. Porque el diagnóstico no es neutro: implica una forma de escuchar, de leer y de habitar el malestar. El diagnóstico tiene su historia, y esa historia dice mucho sobre cómo pensamos los fenómenos que denomina.






