Desde sus inicios, el psicoanálisis ha otorgado al falo un lugar privilegiado en la construcción del deseo y en la constitución de la subjetividad. Lejos de reducirse a un dato anatómico, su función se despliega en el registro simbólico: organiza la economía libidinal, delimita las posiciones sexuadas y estructura la relación con el Otro. Ya en los textos fundacionales de Freud se advierte que, aunque el falo parece ligado al cuerpo, pronto se revela como algo que lo trasciende. No se trata de un órgano, sino de un valor atribuido, un signo que no remite a lo que se tiene, sino a lo que se supone que falta. En esa ambigüedad, entre lo visible y lo inalcanzable, se instala su paradoja: el falo funda el deseo, precisamente porque no puede ser poseído.
Una imagen del imaginario antiguo permite captar con claridad esta lógica: Príapo, figura menor del panteón grecorromano, aparece caracterizado por su falo desmesurado, siempre expuesto, siempre presente. Sin embargo, lo que en apariencia podría encarnar una potencia absoluta, acaba revelando lo contrario: allí donde el falo se muestra sin medida, pierde su fuerza simbólica. Su exageración provoca risa, incomodidad, incluso desprecio. Príapo no representa el poder, sino la imposibilidad de sostenerlo. Desde una lectura psicoanalítica, esta figura encarna una respuesta defensiva frente a la castración: la ilusión de que el exceso puede ocultar la falta. Pero cuanto más se insiste en mostrarlo, más evidente se hace lo que no se tiene.


