Construcción de caos clínicos

Un lapsus, comienzo a escribir tropezando… ya de entrada el caos, el furcio. Al iniciar la escrito, elijo como título provisorio “construcción de caos clínicos” en lugar de “construcción de casos clínicos”. Para poder avanzar, me resulta importante detenerme en el desorden que me proponen estas palabras: el caos. Lo primero que se me ocurre, aplicando un poco la asociación-no tan-libre, es el caos que representa un análisis, un caos del que nos hacemos cargo cuando decidimos dar el salto y golpear a la puerta de un analista. Un caos que es de uno y al que se invita a quien se le supone saber para que ayude a esclarecerlo, a ordenarlo, a entenderlo. Y si lo leo desde la otra orilla, está el analista, ese que se supone que sabe, quien recibe el caos, y, desde la escucha y la palabra, intentará un orden. Es decir que, el caos se mire desde donde se mire, está presente desde el inicio. También a la hora de construir un caso, de escribirlo, es importante conseguir un orden, una estructura, encontrar una lógica.

En 1937, Freud escribe el texto “Construcciones en análisis”, y allí despliega una curiosa comparación entre el trabajo del analista y el trabajo del arqueólogo. Dice que este último exhuma hogares o monumentos destruidos y sepultados, mientras que el analista trabaja con algo aún vivo, aunque del mismo modo que el arqueólogo, parte de lo que ha quedado en pie para deducir y llegar a determinar ciertas características de lo que antes había allí. El analista procede a extraer conclusiones de pedazos de recuerdos, aún activos, del analizado, en tanto quiere establecer la prehistoria. El analista al igual que el arqueólogo, busca entre los restos, en un intento de recuperación.

Luis Felipe Noé. “Enredados”, 2015.
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Diagnóstico y sujeto: leer más allá de la clasificación

En la actualidad, predomina una tendencia a la nominación constante de los fenómenos. Aquello que carece de nombre resulta inquietante, escapa a los marcos establecidos y se presenta como un exceso difícil de contener. En el campo de la salud mental, esa necesidad de nombrar se traduce en diagnósticos que prometen ordenar el sufrimiento, delimitarlo, hacerlo legible. El diagnóstico aparece así como una herramienta técnica, necesaria, incluso tranquilizadora: permite pensar tratamientos, acceder a dispositivos, habilitar una cierta intervención. Y, sin embargo, cuanto más se afianza su uso, más urgente parece interrogarlo.

¿Qué se nombra realmente cuando se diagnostica a alguien? ¿Qué se fija, qué se calla, qué se pone en juego? ¿Desde qué paradigma se sostiene esa práctica y qué consecuencias produce sobre el sujeto que la recibe? En este ensayo me interesa detenerme en ese gesto aparentemente simple de nombrar un modo de padecer. Preguntar por sus bordes, sus usos, sus efectos. Y, sobre todo, pensar cómo el psicoanálisis —en tensión con los modelos clasificatorios dominantes— propone una ética y una lógica diferentes, donde el diagnóstico no borra al sujeto, sino que lo incluye.

No se trata, entonces, de rechazar el diagnóstico en sí, sino de interrogar su modo de uso, su sentido, su posición en la clínica. Porque el diagnóstico no es neutro: implica una forma de escuchar, de leer y de habitar el malestar. El diagnóstico tiene su historia, y esa historia dice mucho sobre cómo pensamos los fenómenos que denomina.

“Golconda” René Magritte (1953)
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